Palabras clave
INTRODUCCIÓN
Contestar afirmativamente a la pregunta que encabeza este artículo supone la aceptación de dos premisas: a) la prueba de esfuerzo identifica a los pacientes que después de un infarto tienen un pronóstico adverso, y b) en tales casos, la realización de un procedimiento revascularizador, tras la preceptiva coronariografía, es capaz de mejorar sustancialmente el pronóstico.
Podemos adelantar que no existe ningún argumento definitivo que sustente esta tesis. Creemos, sin embargo, que la realización sistemática de prueba de esfuerzo postinfarto sigue siendo conveniente. Antes de exponer las razones que nos conducen a realizar esta afirmación, dediquemos unos minutos a situar la cuestión en un marco adecuado.
LA ESTRATIFICACIÓN DEL RIESGO POSTINFARTO
La aparición de un infarto agudo de miocardio implica dos hechos peyorativos, uno a corto y otro a medio plazo. El problema precoz más importante, dejando al margen las arritmias ventriculares malignas de tipo primario y las complicaciones mecánicas, es el tamaño del infarto y su repercusión sobre la función ventricular. La disfunción sistólica ventricular izquierda, que puede oscilar desde el shock cardiogénico hasta el silencio clínico, pasando por la expresión clásica de la insuficiencia ventricular izquierda (disnea, taquicardia sinusal, galope ventricular, estertores, signos ascultatorios y radiológicos de congestión pulmonar), es el condicionante más poderoso del pronóstico y obliga a la adopción de medidas terapéuticas que no es el momento de discutir. El pronóstico de la disfunción ventricular está matizado, además, por la presencia de arritmias ventriculares.
Otra complicación precoz que requiere atención es la angina postinfarto. La reperfusión, espontánea o terapéutica, puede dar lugar a la preservación del miocardio pero, como contrapartida, a isquemia miocárdica persistente después del episodio agudo inicial. Puede suceder también que las alteraciones de la función ventricular secundarias a la necrosis miocárdica desestabilicen otros territorios irrigados por arterias con lesiones que hasta ese momento habían permanecido silentes. Sea cual fuere la fisiopatología de la angina postinfarto, lo cierto es que existe consenso universal en que estos pacientes deben ser investigados y tratados enérgicamente.
La presencia de un infarto de miocardio es también un marcador de aterosclerosis coronaria y, por tanto, de posibles accidentes futuros de oclusión coronaria. En este campo nos falta mucho por aprender. De momento está claro que el cuidado de los factores de riesgo (ejercicio programado, abandono del tabaco, control estricto del colesterol plasmático, la presión arterial y la glucemia, en el caso de los diabéticos), la utilización de aspirina y el empleo de beta-bloqueantes es la mejor forma, si no la única, de abordar este problema. Nuevos avances en el conocimiento ­papel de los agentes infecciosos, alteraciones metabólicas como la homocisteinemia, etc.­ podrán proporcionar claves diferentes para hacer más eficaz esta labor de prevención secundaria.
No es extraño, pues, que los mejores identificadores de riesgo sean variables clínicas sencillas, como la edad, una frecuencia cardíaca elevada, la angina recurrente, la clase Killip o el grado de la New York Heart Association (NYHA). Las variables clínicas para la estratificación del riesgo precoz, revisadas recientemente en estas mismas páginas 1 , forman un sólido cuerpo de conocimiento que debe ser tenido en cuenta antes de desarrollar programas sofisticados de estratificación del riesgo. Es pertinente señalar, por último, que el interés en la estratificación del riesgo es tanto mayor cuanto más implique una medida terapéutica que revierta un presunto mal pronóstico. Ejemplo de ello puede ser el renovado interés que ha suscitado el estudio MADIT en lo referente al pronóstico de las arritmias ventriculares peligrosas; mientras no había tratamiento eficaz frente a estos eventos, la táctica de los cardiólogos fue la del avestruz: ignorar su importancia. En el momento en que contamos con un dispositivo que puede salvar la vida de algunos enfermos, se aviva de inmediato el interés por la información pronóstica derivada de la presencia de estos fenómenos arrítmicos 2,3 .
¿SE SIGUEN LAS RECOMENDACIONES EN CUANTO A LA REALIZACIÓN DE TEST DE ESFUERZO Y CORONARIOGRAFÍA?
Las guías de práctica clínica 4-7 recomiendan una estratificación incruenta del riesgo postinfarto, reservándose la indicación de coronariografía para los casos en que se identifica un pronóstico adverso. El esquema de la figura 1 pretende reflejar de forma sucinta lo que sucede en la práctica cuando se aplica un sistema que emplea la observación clínica para la caracterización de los casos complicados, el ecocardiograma para la evaluación de la función sistólica ventricular izquierda y la ergometría para detectar isquemia residual 8 .
Las cifras que figuran en cada subgrupo de riesgo son porcentajes de pacientes, estimados a partir de los datos de Peterson et al 9 . Así pues, según estos datos teóricos, un 35% de los pacientes ­aquellos sin complicaciones clínicas y con buena función ventricular­ deberían realizar un test de esfuerzo como primera prueba. En un 75% de los pacientes, por una u otra razón, se debería realizar coronariografía. Un 13% de éstas (el 10% del global de pacientes) habrían sido originadas por una prueba de esfuerzo positiva.
La tasa de coronariografía que resulta de este acercamiento teórico parece exagerada. Existen varias razones para ello: a) a muchos de los pacientes que mueren en el hospital (aproximadamente el 10%) no se les realiza coronariografía antes del fallecimiento; b) no a todos los enfermos con disfunción ventricular izquierda ligera-moderada se les realiza angiografía, salvo que haya alguna otra razón suplementaria, como isquemia miocárdica inducible; en el otro extremo del espectro ­disfunción ventricular severa­ tampoco es sistemática la exploración invasiva, excepto por sospecha razonable de viabilidad miocárdica; c) existen casos en los que, por diversas circunstancias, no es conveniente seguir las recomendaciones al uso, y d) finalmente, algunos pacientes no aceptan someterse a la exploración. A la inversa, el porcentaje de utilización de la prueba de esfuerzo parece bajo, probablemente porque en la práctica se realiza a la mayoría de los pacientes con disfunción ventricular ligera-moderada sin expresividad clínica.
Un estudio de Marrugat et al 10 , que compara la pauta de actuación en un hospital terciario frente a las de hospitales sin laboratorio de hemodinámica, refiere unas tasas de utilización del test de esfuerzo del 55 y del 58%, respectivamente, cifras que parecen estar más en consonancia con la práctica habitual. Este estudio, por otra parte, demuestra que la utilización de la coronariografía es mucho más elevada en el hospital terciario (el 55,5 frente al 22,1%). Puesto que el porcentaje de coronariografías urgentes es similar en ambos tipos de hospitales (el 5,2 frente al 7,2%), se deduce que las diferencias vienen marcadas por las indicaciones electivas, muchas de ellas, probablemente, derivadas de un test de esfuerzo positivo. La pregunta esencial es: ¿el hospital terciario abusa de las indicaciones de coronariografía o, por el contrario, la angiografía coronaria está siendo infrautilizada en los otros hospitales? La respuesta no es fácil. Probablemente el mayor número de indicaciones electivas en el hospital terciario esté más de acuerdo con las guías de práctica clínica. Sin embargo, esta mayor realización de coronariografías y, por ende, de procedimientos revascularizadores (el 21,0 frente al 8,3%) no se traduce en un mejor pronóstico de los pacientes del hospital terciario, tanto en lo que respecta a supervivencia, como en lo que se refiere a reingresos hospitalarios por reinfarto, angina inestable, insuficiencia cardíaca o arritmia ventricular severa. Todos estos eventos fueron determinados durante un período de seguimiento de seis meses, tiempo que, como señalan los autores, tal vez sea insuficiente para determinar la bondad de un acercamiento más agresivo en lo que respecta a la sintomatología y el estado funcional de los pacientes. Este estudio, además, comprueba que las diferencias entre hospitales de diferente nivel, que ya habían sido puestas de relieve en el sistema estadounidense, son muy parecidas en nuestro sistema público.
Nuestra impresión es que en España se siguen con bastante fidelidad las recomendaciones de las guías clínicas y la utilización de la coronariografía se hace con mayor racionalidad que en otros países. En los EE.UU., Topol et al 11 han alzado su voz para señalar que es muy común la práctica empírica de realizar coronariografía sistemática unos días después del tratamiento trombolítico, seguida de angioplastia si el vaso del infarto es anatómicamente apropiado para la realización de dicha técnica. Esta actitud ­denominada reflejo óculo-dilatador por algunos autores­ está en clara discordancia con los resultados objetivos de diferentes ensayos que no han demostrado beneficio de la coronariografía y la revascularización indiscriminadas en el período postinfarto 12-16 .
Una limitación importante de la prueba de esfuerzo convencional, que se olvida con frecuencia al teorizar, consiste en que un buen porcentaje de casos ­especialmente pacientes sometidos a tratamiento con beta-bloqueantes, mujeres y ancianos­ no generan datos informativos por detenerse el ejercicio, generalmente por cansancio inespecífico, con una frecuencia cardíaca muy lejana a la submáxima prevista. Así, por ejemplo, en el estudio de Villella et al 17 , procedente de la base de datos del GISSI-2, la prueba fue considerada sin valor diagnóstico en el 36% de los más de 6.000 pacientes sometidos a la exploración en el período postinfarto. En esta tesitura, tenemos dos opciones: recurrir a otra modalidad de imagen, bajo estrés farmacológico, o realizar directamente una coronariografía si las circunstancias clínicas lo aconsejan. En muchos hospitales de nuestro entorno, ante la imposibilidad de realizar otra técnica, o la falta de experiencia con la misma, se recurre a la información anatómica y pronóstica ­que no funcional­ proporcionada por la coronariografía. Este sesgo puede explicar un aparente abuso de la coronariografía.
¿CUÁL ES EL PRONÓSTICO DE LOS ENFERMOS POSTINFARTO QUE TIENEN UNA PRUEBA DE ESFUERZO POSITIVA?
Si volvemos a examinar el esquema de la figura 1, se aprecia que, antes de llegar al tercer escalón de la estratificación, hemos identificado a los pacientes con marcadores de alto riesgo ­isquemia miocárdica recurrente y disfunción ventricular izquierda­ que precisan coronariografía. Nos quedan, pues, sólo aquellos enfermos con dos problemas potenciales: isquemia miocárdica inducida por el ejercicio y recurrencia de accidentes oclusivos coronarios. De aquí se deduce un hecho constatado sistemáticamente y que tiene fácil explicación: los pacientes excluidos de la realización de una prueba de esfuerzo, precisamente por sus características clínicas desfavorables, son los que peor pronóstico tienen 17,18 .
Se han realizado numerosos estudios para evaluar la significación pronóstica de una prueba de esfuerzo positiva. Los resultados son dispares, debido probablemente a diferencias en numerosas variables: tamaño de la muestra, selección de pacientes, momento de rea lización de la prueba, protocolo utilizado, medicación previa, localización del infarto (inferior comparado con anterior), infarto con onda Q o sin ella y definición de acontecimiento adverso 19 . Los resultados dependen también del criterio de positividad utilizado. Si es exclusivamente el descenso >= 1 mm del segmento ST, el metaanálisis de Jensen et al 20 revela que su presencia duplica el riesgo de un acontecimiento adverso en el siguiente año. Si a la depresión del segmento ST se añade la incapacidad para realizar 6 min de un protocolo de Bruce ligeramente modificado, el riesgo de muerte o reinfarto no fatal se multiplica por 3 21 . Si lo que se aplica es que el paciente no pueda llegar a realizar el 70% de la carga de trabajo prevista, el riesgo de muerte se multiplica por 4 22 . Ahora bien, si lo que sucede es que la presión arterial sistólica no se incrementa más de 30 mmHg, el riesgo llega a multiplicarse por 10 22 . Multiplicar el riesgo por 2 o por 3, en realidad, no nos dice gran cosa si no conocemos el otro factor multiplicativo; no es lo mismo, evidentemente, multiplicar por 2 una mortalidad del 15% que otra del 2%. Es decir, además de la capacidad discriminadora de la prueba de esfuerzo, necesitamos conocer la mortalidad global de la población sometida al test. Sólo así podremos hacernos una idea clara de su utilidad práctica y de la conducta a seguir en el caso de que resulte positivo.
Es singular el hecho de que la incidencia de eventos en las series actuales sea considerablemente inferior a la de los estudios históricos. Esto es especialmente llamativo en lo que se refiere a la mortalidad. En el estudio de Théroux et al 23 , por ejemplo, con pacientes seleccionados en 1976 y 1977, la mortalidad global al año fue del 9,5%, apreciándose diferencias muy significativas entre la supervivencia de los que presentaban descenso del segmento ST (73%) y los que no tenían cambios con el ejercicio (97,9%). En un estudio reciente de pacientes sometidos a fibrinólisis, por el contrario, la mortalidad global fue sólo de un 1,8%; con esta cifra tan baja fue imposible poner de manifiesto diferencias en el pronóstico vital, según el resultado de la prueba de esfuerzo 17 . Algo similar sucede en otro estudio, en el que la mitad de los enfermos recibieron tratamiento trombolítico 24 ; la mortalidad global fue del 1,2% y la prueba de esfuerzo fue incapaz de predecir eventos espontáneos, no sólo el fallecimiento, sino también el reinfarto y la angina inestable. Otro ejemplo: en una serie reciente, ésta de procedencia española, la mortalidad a los 15 meses de seguimiento medio fue tan sólo del 1,6% 25 .
Pueden existir varias razones para explicar esta considerable disminución de la mortalidad. La primera que se invoca es el tratamiento fibrinolítico; de hecho, en el metaanálisis de Shaw et al 26 se encuentra que el porcentaje de muerte cardíaca, en los pacientes con descenso del segmento ST >= 1 mm, fue del 7% cuando el enfermo no había sido tratado con fibrinólisis, pero sólo del 1% si recibió dicho tratamiento en el momento agudo. Probablemente, esta sea la principal razón, pero puede haber otras adicionales. En la actualidad, los pacientes reciben tratamientos antiisquémicos más refinados, la prevención secundaria se hace con mayor rigor y la estratificación del riesgo es mejor, no realizándose test de esfuerzo a la mayoría de los pacientes con disfunción sistólica ventricular izquierda significativa. La serie prefibrinolítica de Deckers et al 22 , con enfermos estudiados en 1981-1982, es especialmente ejemplificadora de lo que venimos diciendo, así como del poder predictor de variables sencillas extraídas de la simple observación clínica; en este esudio hay dos subgrupos de pacientes claramente diferenciados por los autores: uno de infarto complicado (presencia de insuficiencia cardíaca, angina postinfarto, infarto recurrente o arritmias tardías durante la fase pretest), en el que la mortalidad fue del 13,0%, y otro de infarto no complicado en el que aquélla fue muy inferior (3,8%).
Por lo que respecta al riesgo de reinfarto, es conocido el hecho de que los pacientes con necrosis miocárdica sin onda Q presentan un riesgo a tres años de algo más del doble (16%) que los que tienen un infarto con onda Q (6%) 27 y que la presencia de angina al mes del infarto agudo, cuando el paciente reasume una actividad diaria más normal, también eleva el riesgo de este evento 28 . En este sentido, la prueba de esfuerzo antes del alta puede simular la carga isquémica de las actividades diarias y tener, por tanto, el mismo significado que la angina tardía 20 . Tampoco es extraño, a la luz de nuestros conocimientos actuales, que un paciente presente en su evolución un nuevo infarto, a pesar de haber abandonado el hospital con una prueba negativa. Es del todo posible que una placa aterosclerótica ­la responsable del infarto o cualquier otra, de las muchas existentes en el árbol coronario­ no produzca obstrucción y, por tanto, no genere isquemia miocárdica en el momento de la prueba, pero que más tarde sufra las conocidas alteraciones que conducen a la oclusión abrupta del vaso.
En todo caso, como hemos mencionado antes, una política sistemática de prevención secundaria, extensible de forma razonable a todos los enfermos, con independencia de la edad, sexo o resultado de cualquier prueba, seguro que rinde mayor beneficio, en cuanto a prevenir un nuevo episodio isquémico agudo, que cualquier otra terapéutica.
¿CUÁL ES EL VALOR PREDICTIVO, RESPECTO A EVENTOS FUTUROS, DE LA PRUEBA DE ESFUERZO POSTINFARTO?
Tenemos costumbre, los cardiólogos, de analizar, en el paciente coronario, la exactitud de cualquier prueba, su sensibilidad y especificidad, confrontando sus resultados con los hallazgos de la coronariografía. En el caso que nos ocupa, es más práctico compararlos con los diversos eventos clínicos, mayores (muerte de origen cardíaco o reinfarto) o menores (reingreso hospitalario por angina, necesidad de revascularización) que sufren los enfermos a lo largo de su historia postinfarto. Además, nos interesa más utilizar el valor predictivo, positivo o negativo, de la prueba 29 ; es decir, la probabilidad de que el evento en cuestión suceda cuando la prueba es positiva y, a la inversa, de que no se produzca cuando el resultado es negativo. Recordemos que la capacidad predictiva de cualquier prueba depende, en primera instancia, de su exactitud, pero también, como sabemos por el teorema de Bayes, de la prevalencia del fenómeno en consideración. La baja incidencia de eventos referida en las series recientes, especialmente de la mortalidad, explica, por tanto, que el valor predictivo positivo de la prueba de esfuerzo postinfarto sea realmente bajo.
En la tabla 1 figuran datos tomados del metaanálisis de Shaw et al 26 ; pueden apreciarse los valores predictivos de diferentes pruebas no invasivas utilizadas en la estratificación del riesgo (muerte cardíaca o la asociación de muerte y nuevo infarto).
Con independencia de la exactitud de cada una de las pruebas evaluadas en este estudio, está claro que el valor predictivo positivo es muy bajo; por el contrario, el valor predictivo negativo es muy elevado en todos los casos. Esto quiere decir, en términos prácticos y de acuerdo con los datos expuestos, lo siguiente: un paciente que presenta una prueba con descenso del segmento ST tiene una probabilidad de fallecer, dentro del año siguiente, de sólo un 4% (si la mortalidad global de la serie, como sucede en el ejemplo de la tabla 1, es de un 3,3%). Puede ser, si nosotros confiamos en las recomendaciones de las guías de práctica clínica, que aconsejemos al paciente la realización de una coronariografía con la idea, más o menos explícita, de revascularizar el miocardio si la anatomía coronaria es propicia. Bien está que, siguiendo la secuencia de pensamiento, utilicemos una angioplastia como método revascularizador. Pero, ¿qué sucede si el método empleado es una cirugía de derivación aortocoronaria, cuya mortalidad operatoria en procedimientos electivos sea igual, o superior, a esa cifra del 4% anual que pretendemos rebajar? También queda claro, tras analizar la tabla 1, que otros métodos más sofisticados, como los estudios nucleares de perfusión miocárdica o el eco de estrés, no elevan de forma sustancial el valor predictivo positivo y, en consecuencia, no parece que puedan sustituir ventajosamente a la tradicional prueba de esfuerzo electrocardiográfica, más sencilla de realizar, más económica y mucho más accesible para el común de los enfermos.
Es práctica habitual, en la realización de la prueba de esfuerzo, valorar otros aspectos distintos del descenso del segmento ST y no limitarse a la enunciación del resultado en términos exclusivos de positividad/negatividad. En este sentido, el valor predictivo positivo aumenta claramente (tabla 1) cuando se ve afectada la presión arterial sistólica o la capacidad de ejercicio es limitada. Nosotros mismos hemos desarrollado un valor discriminante que tiene en cuenta, no sólo la magnitud del descenso del segmento ST sino también otros parámetros, como la frecuencia cardíaca y la presión arterial sistólica alcanzadas y el tiempo de ejercicio realizado 30 . Este discriminante lo hemos utilizado con éxito ­mejoría de la especificidad­ en la evaluación de algún problema de baja prevalencia como es la reestenosis coronaria sin expresividad clínica 31 . De todas formas, existe la puntuación desarrollada en la Universidad de Duke 32 que tiene una gran fiabilidad pronóstica por el gran número de pacientes estudiados y seguidos a lo largo de su historia natural. Es curioso que ningún índice similar haya sido evaluado en la población que nos ocupa porque, aunque sea bajo un razonamiento empírico, no es lo mismo tener después del infarto una prueba con descenso de 1 mm en el estadio IIIde Bruce, con una frecuencia cercana a los 160 lat/min, y un ascenso adecuado de la presión arterial sistólica, que presentar 3 mm de descenso a los 2 min de ejercicio, con una frecuencia cardíaca de 100 lat/min y escasa elevación de la presión arterial. Aunque, hasta donde sabemos, este tema de gradación en la positividad no está estudiado en la población de enfermos postinfarto, el sentido común nos indica que en el primer caso, probablemente, sea irrelevante, desde un punto de vista pronóstico, realizar coronariografía; en el segundo supuesto, por el contrario y por analogía con los datos conocidos en los enfermos coronarios crónicos, no dudaremos en dirigir nuestros pasos hacia el binomio coronariografía-revascularización miocárdica.
¿SE OBTIENE BENEFICIO REVASCULARIZANDO A LOS PACIENTES QUE PRESENTAN UNA PRUEBA DE ESFUERZO POSITIVA?
Hasta donde sabemos, el único estudio que avala parcialmente una respuesta favorable a la pregunta que enuncia este apartado es el cooperativo danés publicado recientemente 33 . En este ensayo se aleatorizaron a tratamiento invasivo (coronariografía, seguida de revascularización percutánea o quirúrgica, según la anatomía del árbol coronario) o conservador (sólo tratamiento farmacológico, recurriéndose a la coronario grafía únicamente en el caso de angina severa), 1.008 en fermos postinfarto que habían recibido tratamiento trombolítico y tenían prueba de esfuerzo positiva antes del alta. Lo primero que llama la atención de este estudio, con respecto a la práctica en nuestro país, es que una amplia mayoría de los enfermos (99,5%) había recibido estreptocinasa como fármaco trombolítico. El porcentaje de enfermos revascularizados en el grupo de tratamiento invasivo fue elevado (el 82,1% de los 503 pacientes aleatorizados en este grupo); de ellos, el 64,4% fueron tratados mediante angioplastia y el resto con cirugía. El primer procedimiento fue realizado sin mortalidad, con un 95,5% de éxito, un 0,8% de infartos y un 1,5% de derivaciones a cirugía de urgencia. Por su parte, la cirugía se hizo con una mortalidad del 1,4%, una cifra igual de infarto perioperatorio y un 0,7% de accidente cerebrovascular. En el grupo de tratamiento conservador, fueron pocos (16,6%) los enfermos que necesitaron una revascularización posterior por angina importante.
En este marco de actividad, se consiguió la reducción de varios eventos primarios, como el reinfarto o la angina inestable, pero no de la mortalidad, que fue baja en ambos grupos (tabla 2).
Otros eventos secundarios, como la incidencia de angina, la severidad de la misma o el consumo de fármacos antiisquémicos, también se redujeron significativamente en el grupo de tratamiento invasivo.
¿Pueden extrapolarse estos datos a nuestro medio? Creemos que sí, en lo que se refiere a la angioplastia 34 ; tenemos, sin embargo, serias dudas de que los resultados fuesen similares cuando hubiese que emplear la cirugía como método revascularizador. La mortalidad operatoria en nuestro país 35 , por causas no claramente identificadas, es varios puntos superior a la referida en este artículo; pudiera suceder, en consecuencia, que, si nos dedicásemos de forma mimética a aplicar el mensaje del estudio DANAMI en nuestro medio, el objetivo fundamental de toda terapéutica ­la preservación de la vida del paciente­ quedase empañado por la aplicación de un riesgo superior al natural, el cual, como hemos visto a lo largo de este artículo, no es excesivo en los pacientes que sobreviven a un infarto agudo de miocardio sin presentar complicaciones mayores durante el período de hospitalización y continúan teniendo una función ventricular adecuada.
CONCLUSIONES
1. La prueba de esfuerzo es fácil de realizar, económica y accesible para la mayoría de los pacientes. Tiene la limitación de que en un buen porcentaje de enfermos no se obtienen datos diagnósticos adecuados. Aun así, debe seguirse practicando a todos los enfermos postinfarto que han tenido un curso hospitalario sin complicaciones y presentan buena función o disfunción ventricular izquierda ligera-moderada sin expresividad clínica. El elevado valor predictivo negativo de una prueba sin cambios electrocardiográficos tiene la ventaja de proporcionar confianza al paciente y animar al médico a darle el alta con precocidad.
2. La limitación fundamental de la prueba es el escaso valor predictivo positivo que tiene cuando, como sucede en la actualidad, se aplica a una población post infarto de bajo riesgo. La mejor identificación de los pacientes de alto riesgo, no susceptibles por tanto de ser sometidos a esfuerzo, y la difusión del tratamiento fibrinolítico, pueden explicar la escasez de eventos clínicos mayores que presentan estos enfermos y, por ende, el bajo valor predictivo positivo de las pruebas postinfarto que tratan de detectar la isquemia miocárdica residual.
3. Probablemente haya un subgrupo de pacientes con prueba «muy positiva» que deban ser sometidos a coronariografía y eventual revascularización para mejorar el pronóstico. Con este fin, se debería evaluar alguno de los sistemas de gradación de la positividad que, con toda probabilidad, mejorarían el valor predictivo positivo de la prueba.
4. Sólo existe un estudio ­DANAMI­ que haya demostrado la reducción de algunos eventos ­reinfarto y angina inestable­ cuando se aplica la secuencia coronariografía-revascularización a todos los pacientes con prueba de esfuerzo positiva antes del alta. La mortalidad, en todo caso, no varía significativamente, ya que es baja en los enfermos no revascularizados. La extrapolación de los resultados del estudio DANAMI debe realizarse con cautela, sobre todo cuando sea la cirugía el método de revascularización previsto, ya que la baja morbimortalidad de este estudio es difícilmente reproducible en nuestro medio.