La enfermedad depresiva se presenta con unas tasas de prevalencia en la población con insuficiencia cardiaca (IC) del orden del 25%, y en pacientes con fases avanzadas o graves, la tasa de enfermedad depresiva o depresivo-ansiosa sobrepasa el 50%1.
La asociación entre la aparición de enfermedad depresiva y una evolución más larga de la enfermedad cardiaca apoya la hipótesis ya clásica del padecimiento crónico de estrés como factor de riesgo de enfermedad psiquiátrica ansioso-depresiva2. La enfermedad cardiaca conllevaría en estos pacientes un notable desgaste emocional a lo largo de varios años, con la necesidad de adaptaciones sucesivas a situaciones físicas y psicosociales cambiantes, en general con pérdida progresiva de su autonomía.
Por todo esto, la enfermedad depresiva es un problema de primer orden dentro de lo que debería considerarse la atención integral al enfermo con enfermedad cardiaca. Sin embargo, no siempre se considera así. Las causas de este desajuste entre la importancia real que la enfermedad depresiva supone para el enfermo con IC y la atención real que se le dispensa son complejas y no pasan por la culpabilización de uno u otro colectivo de profesionales, psiquiatras o cardiólogos, sino por divulgar las evidencias disponibles en torno al tema y buscar nuevos y sólidos hallazgos que terminen de aclarar la relación real entre ambas enfermedades y, sobre todo, ofrezcan soluciones para mejorar la situación actual.
En esta línea se inscribe el trabajo de Guallar-Castillón et al3, publicado en este número de Revista Española de Cardiología, donde se destaca la importancia que de cara al pronóstico final tiene la identificación de la enfermedad depresiva en una subpoblación especialmente vulnerable de enfermos con IC, así como el interés que presenta la identificación de rasgos clínicos de riesgo para depresión. Ambos aspectos se pueden conseguir con una buena historia clínica y con la administración de escalas simples para obtener una cuantificación de la enfermedad depresiva. Esto propiciaría el inicio de nuevos tratamientos antidepresivos específicos que han demostrado una eficacia muy superior al placebo en el tratamiento de la enfermedad depresiva sin apenas efectos secundarios o interacciones con otros fármacos.
Es sabido que, por sí misma, la enfermedad depresiva disminuye la calidad de vida de nuestros pacientes, tanto la de los que presentan exclusivamente una enfermedad psiquiátrica como la de los que tienen una enfermedad médica a la que se suma un trastorno psiquiátrico.
Relaciones entre depresión e insuficiencia cardiaca
En el ámbito de la enfermedad cardiaca se sabe que la depresión4 y la ansiedad5 son factores de riesgo independientes en la aparición de una arteriopatía coronaria, y que los síntomas depresivos subsindrómicos también se correlacionan con un mayor riesgo de mortalidad cardiovascular. Incluso se ha observado que el estado de ánimo negativo puede predecir la mortalidad, independientemente de la gravedad de la enfermedad cardiaca, en una evaluación a largo plazo después de un infarto de miocardio6.
Las bases biológicas que sustentan esta relación se fundamentan en los múltiples cambios neuroinmunoendocrinos y en las proteínas de fase aguda de la inflamación que acontecen en los enfermos depresivos. Así, se ha observado que los pacientes con depresión experimentan una mayor activación plaquetaria que les predispone a episodios tromboembólicos. Estos mismos pacientes también experimentan activación inmunitaria (células NK, leucocitos, etc.) e hipercortisolemia, junto con incremento de la hormona adrenocorticotropa (ACTH) y del factor liberador de ACTH, con una menor resistencia a la insulina, así como un aumento de la producción endógena de esteroides y la liberación de catecolaminas, y un incremento de la presión arterial y de la vasoconstricción coronaria.
La manera en que estos factores condicionan un empeoramiento clínico que incrementa la mortalidad no es fácil de precisar, pero sí se conoce su importancia sobre la salud cardiovascular. Desde la perspectiva estrictamente sintomática de la enfermedad depresiva en pacientes con IC, hay características clínicas que se han asociado con un mal pronóstico vital, como la pérdida de apetito, el adelgazamiento, la merma de ganas de luchar y vivir, y el incumplimiento de las pautas médicas. Este último aspecto es especialmente relevante, ya que puede ser modificado con un buen abordaje integral (médico-psicológico) del paciente y debe ser siempre evaluado en cuanto al grado de aceptación y cumplimiento del tratamiento, los fallos a las visitas médicas y a las pruebas complementarias, el control sobre los autocuidados como la presión arterial y la dieta, el consumo de tabaco, alcohol y otras drogas, y el ejercicio físico.
Por último, hay evidencias, además, de que la propia IC podría tener una relación causal en la aparición de la enfermedad depresiva en estos pacientes, ya que hay áreas del cerebro, como la región temporal medial, que son especialmente vulnerables a los déficit de perfusión originados en el contexto de una IC7. Estas áreas se han involucrado desde hace décadas en la fisiopatología de la enfermedad depresiva.
Dificultades para el diagnóstico
La estrecha relación entre ambas enfermedades, sin embargo, no facilita su diagnóstico. Esto ocurre porque, en primer lugar, la presencia de comorbilidad tendría que obligar a un punto de encuentro entre profesionales, que no siempre se produce, para sentar las bases de la colaboración. Además, hay muchos tópicos y lugares comunes todavía en vigor que compartimos tanto psiquiatras como cardiólogos: se cree que el declive anímico y vital es propio de la enfermedad cardiaca grave, confundiendo lo que son las reacciones psicológicas ante enfermedades que ponen la vida en peligro y lo que es el inicio de un verdadero síndrome depresivo. Es decir, no es fácil delimitar el cortejo de cambios emocionales y de «esquema mental» encaminados a la adecuada adaptación a una enfermedad, y diferenciarlo de lo que es una forma de «claudicación» o alteración del funcionamiento de áreas cerebrales límbico-corticales, que constituyen la enfermedad depresiva.
Evidentemente, hay aspectos clínicos que justifican esta dificultad, como los síntomas vegetativos propios de la enfermedad cardiaca, que son idénticos a los que presenta el enfermo depresivo (pérdida de peso, fatiga, debilidad, anorexia, disnea, sudación, temblor, etc.). Por ello habrá que basar el diagnóstico en unas áreas más específicas de evaluación, como el estado anímico (tristeza persistente, desesperanza, humor no reactivo, es decir, que no cambia con buenas o malas noticias) y el «estilo cognitivo», es decir, el tipo de pensamientos que el paciente nos comunica (ideas negativas, pérdida de ilusión por el futuro, ideas relacionadas con la muerte, no ver la salida a la actual situación, etc.). Otro factor que dificulta el diagnóstico clínico es el enlentecimiento psicomotor y la «torpeza mental» común a ambas enfermedades, motivo por el cual autores como Endicott8 dan más fiabilidad a síntomas como el llanto, el aspecto deprimido, el retraimiento social, la disminución de la conversación, la actitud melancólica-autocompasiva-pesimista o la falta de reacción frente a los acontecimientos del entorno que al cortejo de síntomas somáticos que puede acompañar a la depresión.
Evaluación de la enfermedad depresiva en enfermos con insuficiencia cardiaca
En la actualidad, además de los aspectos clínicos comentados, hay instrumentos que facilitan la labor de detección de la enfermedad depresiva en enfermos médicos, o en pacientes visitados por otros especialistas. Ya traducido al castellano y con una adecuada validación de sus propiedades psicométricas en pacientes médicos se puede utilizar el Hospital Anxiety Depresión (HAD)9, cuestionario autoadministrado que el paciente puede cumplimentar en pocos minutos y el médico corregir en menos de 1 min. Ofrece un gran rendimiento diagnóstico en la enfermedad depresiva y ansiosa, las 2 más comunes en estos pacientes. El punto de corte para diagnosticar un «probable caso psiquiátrico» sería obtener más de 10 puntos en una de las subescalas (ansiedad o depresión).
Aunque todavía no están traducidos, se dispone de 2 cuestionarios breves de evaluación de la enfermedad depresiva en pacientes con enfermedad médica Depression in medically ill (DMI) específicamente validados para pacientes con cardiopatía en fechas recientes10. Estos 2 cuestionarios, DMI-10 y DMI-18, muestran una gran independencia de las características propias de las enfermedades médicas, al haber excluido preguntas relativas a los aspectos físico-somáticos de la enfermedad depresiva.
Estos cuestionarios sencillos y fiables y, junto con instrumentos actualmente disponibles para medir la calidad de vida global o la percibida por los pacientes11, pueden aproximar la consulta del cardiólogo a un lugar en donde se realice una evaluación más cuidadosa de aspectos relevantes de cara al pronóstico en los pacientes con IC y comorbilidad depresiva.
Estos instrumentos pueden ayudar al clínico no experto en psiquiatría a familiarizarse con la detección de la enfermedad psiquiátrica, para posteriormente iniciar, si fuese necesario, un tratamiento adecuado.
Se hace mención a estas cuestiones porque todo médico que interacciona con otros muchos compañeros de otras especialidades sabe lo difícil que es detectar en primer lugar, y tratar en un segundo momento, las enfermedades que no son propias de la especialidad. Diversos trabajos que han incidido en esta cuestión han demostrado que muchos de los pacientes con IC congestiva y depresión mayor no habían sido tratados de su enfermedad psiquiátrica12. También se ha observado que los cuestionarios de calidad de vida pueden tener una gran utilidad clínica al mostrar que aspectos como la actitud ante la enfermedad o el soporte social percibido por el paciente son los factores que con más potencia se correlacionan con la enfermedad depresiva13.
Consideraciones sobre el tratamiento de la depresión en la insuficiencia cardiaca
Tras realizar el diagnóstico de depresión, un aspecto importante y difícil es iniciar el tratamiento. La primera duda que asalta al médico no habituado con la enfermedad psiquiátrica en el contexto de la enfermedad médica es que ¡no todos los fármacos son idóneos!, y esto es un paso crucial para la elección de un psicofármaco antidepresivo que no perjudique o lo haga lo menos posible.
Uno de los puntos que cabe considerar es la capacidad de producir alteraciones psicopatológicas (depresión, psicosis, etc.) y alteraciones neuropsicológicas (delirio o cuadros confusionales, déficit de orientación, en funciones atencionales, amnésicas, abstracción y relación conceptual, cálculo, funciones del lenguaje, etc.) que pueden presentar los fármacos usados en el tratamiento habitual de la IC. Concretamente, la digoxina puede producir efectos secundarios neuropsiquiátricos, incluso en concentraciones séricas terapéuticas. Los síntomas neuropsiquiátricos incluyen la desorientación, la confusión y las alucinaciones visuales (ver contornos o halos blancos en los objetos oscuros, o ver modificado el color hacia tonos amarillos o verdes) hasta la inducción de estados parecidos a la depresión.
Cardiopatía y psicoterapia
Los programas de rehabilitación cardiaca se han convertido en la clave de la prevención secundaria tras los episodios de daño miocárdico al reducir la mortalidad y mejorar la tolerancia al ejercicio, la capacidad funcional, la presión arterial y los síntomas de angina y disnea, así como el funcionamiento psicosocial. Entre los elementos de la mayor parte de los programas de rehabilitación destacan el entrenamiento con ejercicios físicos, la modificación de los factores de riesgo, proporcionar información, la supervisión médica, la rehabilitación laboral y el asesoramiento psicológico.
El modelo cognitivo-conductual de la psicoterapia es el mejor estudiado en esta población y se ha convertido en el modelo de referencia. La psicoterapia cognitivo-conductual es muy efectiva para mejorar la calidad de vida y reducir la frecuencia de los subsiguientes acontecimientos coronarios. En estudios de tratamiento psicológico de la depresión en pacientes cardiovasculares se ha observado que, en el peor de los casos, aunque no influya en la evolución de la enfermedad, sí mejora la calidad de vida, por lo que se le debería conceder una prioridad terapéutica alta14.
En todo este conjunto de medidas psicosociales, la actitud del médico durante las visitas de seguimiento es crucial. Una actitud empática, intentando entender las limitaciones del paciente en el cumplimiento de las pautas médicas, en la aceptación de su enfermedad, sus conductas aparentemente parádojicas de «no cuidarse lo suficiente», ayudará a mejorar la comunicación y la obtención de información, así como una mayor confianza en el médico. Un ejemplo sería: «un paciente X no deja de fumar, no pierde peso, etc.», esto normalmente incrementa la ansiedad del paciente, al tiempo que aumenta la necesidad de negar la existencia de enfermedad. Entonces el médico, contrariado, es posible que se enfade y comunique (a veces no verbalmente) al paciente que la enfermedad es autoinducida, que es el resultado de un estilo de vida indulgente, indisciplinado y autodestructivo, con lo que el paciente se culpabiliza, abandona al médico y persiste en su insano pero irrefrenable estilo de vida.
Psicofármacos en la insuficiencia cardiaca
Los fármacos más prescritos en la IC son las benzodiacepinas. Mejoran el bienestar y se especula que podrían reducir la morbilidad en los pacientes coronarios. Las ventajas clínicas se deben a sus efectos ansiolíticos, así como a su capacidad para atenuar la respuesta fisiológica de la activación simpática. Las posibles complicaciones derivadas de su uso crónico son: la habituación, la tolerancia, la depresión respiratoria y la excesiva sedación.
La buspirona es un ansiolítico no benzodiacepínico que carece de las complicaciones que pueden mostrar las benzodiacepinas administradas crónicamente. Sin embargo, uno de sus principales problemas es que el efecto terapéutico aparece a las 2 semanas del inicio, de forma similar a todos los antidepresivos. Una estrategia es empezar su administración al mismo tiempo que la de una benzodiacepina o un neuroléptico sedante y, a continuación, disminuir gradualmente la otra sustancia cuando la buspirona empiece a tener efecto.
Los fármacos antidepresivos han demostrado eficacia en la remisión de episodios depresivos y en la prevención de recaídas posteriores. Esta doble vertiente, a la que se podría añadir su eficacia en el tratamiento de la enfermedad ansiosa subaguda y crónica, los convierten en los fármacos de elección en casi todos los pacientes médicos con enfermedad psiquiátrica comórbida.
Los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS) (fluoxetina, sertralina, paroxetina, fluvoxamina, citalopram y escitalopram) serían en la actualidad los fármacos de elección en la enfermedad depresiva en pacientes cardiópatas. No se debería empezar por paroxetina por su mayor potencial de interaccionar con el citocromo 3A4 del sistema de citocromos P450, que es una vía metabólica de muchos otros psicofármacos, inmunodepresores, y otros fármacos de uso común en cardiología.
Hay abundante experiencia con la sertralina, con estudios a doble ciego y multicéntricos que evidenciaron que la sertralina es un medicamento inocuo y constituye un tratamiento eficaz de la depresión recurrente en los pacientes que han tenido un infarto de miocardio reciente o una angina inestable, cuando no hay otras enfermedades médicas que puedan poner en peligro la vida15.
En la enfermedad cardiaca secundaria al infarto de miocardio, actualmente se considera que la espera de 6 semanas para empezar un tratamiento antidepresivo parece razonable a pesar de que, a diferencia de los antiguos antidepresivos tricíclicos, que presentaban un alto potencial anticolinérgico y arritmogénico, los nuevos ISRS carecen de estos efectos cardiotóxicos.
Las indicaciones de tratamiento antidepresivo antes de las 6 semanas posteriores a un infarto de miocardio serían: la depresión con ideación suicida, la aparición de síntomas depresivos durante la hospitalización en un paciente con antecedentes de depresión grave, y la depresión grave que inhibe la participación en la rehabilitación o los autocuidados.
Pese a su seguridad, se deben controlar estrechamente las concentraciones de warfarina y acenocumarol siempre que un paciente inicia tratamiento con ISRS. El más seguro con estos fármacos sería el citalopram, y hay todavía poca evidencia con escitalopram.
Hoy día, la inocuidad cardiovascular y la eficacia de los ISRS ofrecen ventajas clínicas sobre los antiguos antidepresivos tricíclicos (imipramina, clomipramina, amitriptilina) y los inhibidores de la monoaminooxidasa que requieren un ajuste cuidadoso de la dosis, un control de la interacción entre fármacos y de su interacción con la comida, de la concentración sanguínea, electrocardiogramas seriados y determinaciones de la presión arterial. Por estos motivos no deberían ser utilizados nunca como fármacos de primera elección.
El bupropión es un inhibidor de la recaptación de noradrenalina y dopamina, tiene un perfil favorable de efectos secundarios cardiovasculares, aunque habría que vigilar la hipertensión, que en algunos casos es grave y requiere un tratamiento intensivo. El tratamiento con bupropión solo o combinado con terapia de sustitución de la nicotina para dejar de fumar puede desencadenar hipertensión arterial.
La venlafaxina inhibe la recaptación tanto de la serotonina como de la noradrenalina y es un inhibidor débil de la recaptación de dopamina. Sus efectos secundarios más relevantes serían los aumentos sostenidos de la presión arterial, sobre todo diastólica, relacionados con la dosis en algunos pacientes. Sin embargo, no parece que este fármaco tenga efectos adversos sobre el control de la presión arterial en pacientes con hipertensión preexistente.
La mirtazapina afecta a los autorreceptores alfa-2-adrenérgicos y aumenta la actividad de la noradrenalina y la serotonina. Sus efectos secundarios son somnolencia, aumento del apetito e incremento de peso. Es un buen ansiolítico y regulador del sueño si se administra en dosis bajas en pacientes cardiópatas.
La trazodona en dosis de 200 mg/día o mayores presenta anomalías en la conducción, arritmias ventriculares e hipotensión ortostática. El priapismo es un efecto secundario infrecuente.
La decisión de empezar un tratamiento con antidepresivos debería tomarla un psiquiatra. No obstante, en qué momento conviene administrar antidepresivos después de infarto de miocardio es algo que se determina mejor con la ayuda de un cardiólogo. En general, podemos decir que no todos los antidepresivos son iguales y que, hasta que dispongamos de una mayor experiencia, deberíamos ser prudentes a la hora de administrar nuevos medicamentos antidepresivos a los pacientes cardiópatas con enfermedad depresiva.
El éxito terapéutico sólo existe cuando el paciente lo percibe, no cuando el médico cree que lo ha logrado. Por ello deberíamos trabajar de forma multidisciplinaria para que las eficaces intervenciones de los distintos especialistas puedan conseguir una óptima calidad de vida percibida por el paciente.
Correspondencia: Dr. L. Pintor Pérez.
Servicio de Psiquiatría. Hospital Clínic.
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