Con excepción del trasplante de células hematopoyéticas en pacientes con enfermedades hematológicas y oncológicas, las enfermedades cardíacas, concretamente el infarto de miocardio, figuras como la segunda indicación más extendida de utilización de la terapia celular con células madre. Cuando hace algo más de 3 años, Philippe Menasche describió por primera vez la utilización de células madre para tratar a un paciente que había presentado un infarto de miocardio1, pudo justificar esa indicación en más de una decena de trabajos realizados durante más de 10 años, con modelos experimentales de infarto que demostraban el potencial beneficio sobre la función cardíaca del trasplante de mioblastos esqueléticos y, por tanto, apoyaban el paso a la experimentación humana2. La historia, en el caso de otros tipos de células madre, células de médula ósea o células endoteliales, ha seguido un curso algo más acelerado; en apenas 3 años hemos pasado de estudios experimentales indicativos de la posibilidad de regenerar el corazón a partir de la utilización de células madre de médula ósea3, estudios por otra parte criticados de forma virulenta4,5, a estudios clínicos aleatorizados6. Lo cierto es que desgraciadamente, a pesar de los múltiples estudios experimentales y clínicos realizados durante estos últimos años, seguimos sin tener respuestas a muchas de las preguntas que, sin duda, han de contribuir a establecer la terapia celular como un tratamiento eficaz desde el punto de vista clínico. Claramente, hasta que seamos capaces de conocer en detalle cuáles son los mecanismos que contribuyen a mejorar la función cardíaca, difícilmente podremos establecer cuáles son las células más adecuadas, las indicaciones de la terapia celular, la dosis de células necesarias o si incluso es necesario trasplantar células.
La otra cara de la moneda es la perspectiva de los enfermos y, en menor medida, de los clínicos que tratamos a estos pacientes: salvaguardando el principio hipocrático de que lo fundamental es no hacer daño, ¿debemos esperar a tener respuestas a todas las preguntas antes de aplicar estas estrategias terapéuticas en nuestros pacientes? En un editorial reciente, aparecido en la revista Nature a raíz de la publicación de los 2 trabajos mencionados anteriormente que negaban la capacidad de las células madre de la médula ósea de contribuir a la regeneración cardíaca4,5, se justificaba retrasar los estudios clínicos hasta ser capaces de dar respuestas a una serie de principios descritos en forma de decálogo7. No cabe duda de que, si seguimos estos criterios, muchos de los esfuerzos que se están realizando en la actualidad deberían ser interrumpidos con, al menos desde mi punto de vista, un grave perjuicio para nuestros enfermos. Debemos entonces encontrar cierto equilibrio que nos permita avanzar con pie firme, y de forma paralela en los aspectos básicos y fundamentales y en los aspectos clínicos de la terapia celular.
El artículo publicado en este número de Revista Española de Cardiología8, aun con las limitaciones derivadas de tratarse de un estudio fase I con un número pequeño de pacientes, traslada a la clínica una hipótesis particularmente atractiva: si en el organismo adulto existen células madres con capacidad de contribuir a regenerar la función cardíaca, en vez de buscarlas, aislarlas, cultivarlas in vitro y volverlas a administrar, con el consiguiente coste económico y las dificultades técnicas, tratemos de estimular que dichas células madre sean capaces de llegar al lugar donde su presencia puede resultar beneficiosa sin siquiera necesitar extraerlas del organismo. La idea es simple y atractiva. Como bien argumentan los autores, existen evidencias en modelos experimentales que apoyan esta hipótesis. El grupo de Piero Anversa ha sido pionero en esta línea de trabajo, y ha demostrado en modelos de infarto en ratón que es posible movilizar células madre localizadas en órganos adultos, probablemente en la médula ósea, y que estas células contribuyan a la reparación del miocardio dañado9. Sin embargo, es importante precisar que en estos estudios la administración de citocinas movilizadoras se inicia de forma previa a la realización del infarto, situación ciertamente diferente de la de los pacientes con un infarto de miocardio. Tampoco en estudios realizados en primates se ha podido reproducir los buenos resultados obtenidos con ratones10.
El trabajo de Suárez de Lezo es uno de los primeros trabajos publicados que utiliza esta estrategia terapéutica en pacientes con infarto y tiene algunos aspectos de indudable interés que merecen considerarse11,12. Los efectos adversos y la seguridad del enfermo son, sin duda, el aspecto fundamental en un estudio fase I como el presentado por el grupo de Córdoba. En los distintos estudios clínicos de regeneración cardíaca publicados hasta el momento, en general la incidencia de efectos adversos ha sido limitada. El trasplante de mioblastos esqueléticos en pacientes con infarto crónico se ha asociado a una mayor incidencia de arritmias cardíacas13 en algunos estudios aunque no en todos14, mientras que la utilización de células madre de hematopoyéticas por vía intracoronaria se ha asociado, al menos en un estudio, con una mayor tasa de reestenosis del stent, principalmente en pacientes tratados con células madre junto con factores de crecimiento hematopoyéticos (G-CSF)11. Otros trabajos, realizados tanto por grupos españoles como extranjeros, no han encontrado este incremento en la tasa de reestenosis15,16. Al tratarse de uno de los primeros trabajos que utiliza como tratamiento el factor de crecimiento G-CSF, hace que sus conclusiones desde el punto de vista de las complicaciones sea particularmente relevante. En este sentido merece la pena destacar la existencia de una complicación grave como es la rotura esplénica en uno de los pacientes. A pesar de que la utilización de factores de crecimiento hematopoyéticos, principalmente G-CSF, es una práctica habitual en hematología y oncología, la incidencia de roturas esplénicas es muy escasa17. La mayor parte de los hematólogos y oncólogos verán cientos de pacientes tratados con G-CSF a lo largo de su práctica, y sin embargo no verán ninguna rotura esplénica. Por el contrario en el estudio de Suárez de Lezo la incidencia fue del 8%. Puede que se trate de un hecho aislado o que, por el contrario, la enfermedad de base y la situación de los pacientes, favorezca el desarrollo de esta complicación. No cabe duda de que en el infarto de miocardio se producen fenómenos inflamatorios que podrían contribuir a la aparición de este tipo de efectos adversos. También podría guardar relación con la duración del tratamiento con factor de crecimiento. Aunque los autores utilizan una dosis habitual en la movilización de progenitores hemopoyéticos en pacientes y, sobre todo, donantes sanos; sin embargo, la duración del tratamiento es mayor de lo habitual ya que normalmente se realizan aféresis para extracción de células progenitoras el quinto día de tratamiento y éste no suele durar más de una semana. Teniendo en cuenta que la rotura esplénica se produjo en el octavo día de tratamiento y que el pico de movilización en este y en otros muchos trabajos anteriores ocurre el quinto día después del tratamiento, puede no ser necesario prolongar el tratamiento con G-CSF.
Me gustaría aprovechar esta complicación para introducir una nota de precaución: aunque sin querer limitar el interés del trabajo y la potencial aplicación, es fundamental no dejarse llevar por el entusiasmo, el tratamiento con G-CSF en pacientes con un infarto de miocardio es demasiado sencillo y, por tanto, al alcance tanto de grandes hospitales como de centros más pequeños, con una menor infraestructura. En este sentido, es importante desaconsejar de forma clara y contundente la aplicación de este tratamiento fuera del contexto de ensayos clínicos y estudios dirigidos a establecer la seguridad y la eficacia terapéuticas del tratamiento movilizador en pacientes con infarto de miocardio. Lo contrario sería hacer un pobre beneficio a nuestros pacientes y comprometer el futuro de este tipo de tratamientos.
Los autores han hecho sin duda un trabajo concienzudo a la hora de valorar el efecto del tratamiento en la función cardíaca, pero a pesar de este esfuerzo, las limitaciones en la valoración de la eficacia del tratamiento con G-CSF no pueden eludirse. Por su mismo diseño, este estudio está dirigido a valorar la seguridad del tratamiento, pero tratar de establecer conclusiones en relación con la eficacia terapéutica de la administración de G-CSF en pacientes con infarto de miocardio es arriesgado. El primer paso está dado, ahora urgimos a los investigadores a que den el segundo paso, si queremos conocer la verdadera eficacia del tratamiento, tenemos que diseñar y llevar a cabo estudios aleatorizados con un diseño que permita determinar la eficacia del tratamiento con factores de crecimiento hematopoyéticos en pacientes con infarto. Un aspecto adicional a la hora de valorar los resultados obtenidos es la enorme variabilidad observada en cuanto al efecto en la función cardíaca del tratamiento utilizado (la revascularización, el stent y el tratamiento con G-CSF). Mientras que en algunos pacientes, se produce un deterioro de la función cardíaca, en otros la mejoría es muy significativa. Este efecto nos lleva a pensar que existen numerosas variables que pueden contribuir a alterar los resultados funcionales del tratamiento, incluso de forma más importante que el propio tratamiento, como el tamaño del infarto, el tratamiento de revascularización, el tiempo desde el infarto al inicio del tratamiento u otras que desconocemos. El diseño de nuevos estudios debe tratar de establecer grupos homogéneos que permitan minimizar esta variabilidad.
El análisis fenotípico de las células movilizadas permite a los autores demostrar que el número de células madre y progenitoras se incrementa en la sangre de los pacientes de forma muy significativa. Se trata, sin duda, de un aspecto bien cuidado en el trabajo, realizado de forma exhaustiva y rigurosa. Sin embargo, tratar de sacar conclusiones en cuanto a la relación entre el tipo de células movilizadas y la mejoría funcional es prematuro. En primer lugar, desconocemos qué tipo de células madre son capaces de contribuir a la regeneración miocárdica y menos aun qué mecanismos utilizan para contribuir a esta mejoría. Aunque algunos estudios indican que las células hematopoyéticas son capaces de regenerar el miocardio, diferenciándose en fibras musculares cardíacas, endotelio o músculo liso3; estos fenómenos de diferenciación están cuando menos cuestionados bien porque otros grupos no los han podido confirmar4,5 o porque otros mecanismos como la fusión celular están implicados en la aparente diferenciación18. Hay evidencias de que otros tipos de células madre, como las células derivadas de la grasa o las células madre mesenquimales, son capaces de diferenciarse y dar lugar a células endoteliales y cardíacas19,20. Es posible que el tratamiento con G-CSF tuviera efecto sobre estos tipos celulares, pero en cualquier caso el fenotipo de estas células sería bastante diferente del fenotipo de las células hematopoyéticas descrito en el trabajo realizado por el grupo de Córdoba. En segundo lugar, el limitado número de pacientes hace que cualquier correlación entre el fenotipo de las células movilizadas y la mejoría de la función sea más una anécdota que una correlación con significado biológico.
A pesar de las limitaciones del trabajo, creo que el estudio de Suárez de Lezo tiene un gran interés por su novedad y por las conclusiones que se pueden obtener, principalmente relacionadas con la seguridad del tratamiento. Abre nuevas perspectivas y sitúa a un grupo español en el competitivo mundo de la terapia celular regenerativa. Espero que este trabajo sirva de estímulo para otros grupos españoles y a la vez sirva para aunar esfuerzos que nos lleven al diseño de estudios aleatorizados que a la larga sirvan de base para la aplicación clínica racional de la terapia regenerativa cardíaca con células madre. Y en última instancia, contribuya a mejorar la calidad y la duración de la vida de nuestros enfermos, objetivo fundamental de nuestro trabajo.
Véase artículo en págs. 253-61
Correspondencia: Dr. F. Prósper.
Servicio de Hematología y Área de Terapia Celular. Clínica Universitaria de Navarra.
Avda. Pío XII, 36. 31008 Pamplona. Navarra. España.