Con cierta frecuencia, un investigador envía un proyecto a un comité solicitando financiación o un artículo a una revista para su revisión y recibe como respuesta la objeción de que el tamaño de la muestra no está científicamente justificado y podría no ser suficiente para el objetivo que pretende valorar. Tras corregir su escrito en ese punto, añadiendo una o dos frases, se le concede la financiación o publicación.
En algunos casos es un proceso lógico y necesario, en el que los jueces detectan una carencia y el autor la subsana correctamente. Pero en otros muchos casos es un proceso totalmente ilógico1,2, donde ambas partes ignoran el tema sobre el que están hablando, simulan que lo conocen y dan por buenas frases carentes de sentido.
En efecto, pocos temas en el ámbito de la metodología de la investigación son tan mal conocidos como el del tamaño de muestra mínimo necesario para un estudio3. Muchos autores y revisores asumen que la estadística proporciona fórmulas que dan el tamaño «adecuado» a cada investigación y los últimos exigen a los primeros que justifiquen «rigurosamente» el tamaño de muestra utilizado.
Un alto porcentaje de autores no entienden el uso de las fórmulas relacionadas con esta cuestión y, cuando se ven obligados a simular que las han usado para determinar el tamaño de la muestra, recurren a copiar frases de otros proyectos. Al no entender lo que esas frases dicen, suelen cometer errores de transcripción que las hacen ininteligibles. Lo que no impide que más tarde otros autores las usen como modelos que copiar, añadiendo, a su vez, más erratas que acaban convirtiendo la frase en un amasijo de palabras del todo carente de sentido. El círculo se cierra cuando esos párrafos llegan a la vista de algunos revisores que tampoco entienden el tema pero, al ver en ellos términos técnicos relacionados con la cuestión, asumen que están ante una justificación «rigurosa» del tamaño de muestra usado y lo dan por bueno.
Esta actitud generalizada es un atentado frontal contra la lógica (viola los principios más elementales del sentido común), contra la ética (todos simulan) y contra la estética. Lo más lamentable (y pintoresco) de esta ceremonia de la confusión es que no beneficia a nadie y perjudica a todos. Nadie gana con esta cadena de insensateces absurdas y todos perdemos tiempo, energía y dignidad. Lamentablemente, muchos profesores de bioestadística colaboran en sus clases o libros a mantener estos malentendidos.
No todos los revisores y evaluadores participan en esta insensatez, pero son muchos los implicados en ella. Los especialistas en bioestadística no deben mirar a otro lado y dejar que esta lamentable situación se perpetúe indefinidamente. Es preciso proponer soluciones. Se debe apoyar las iniciativas encaminadas a hacer las cosas más fáciles y correctas, colaborando a poner fin a este mal, por cierto, endémico en todos los países que hacen investigación médica.
Desmontar esa cadena de insensateces no requiere que los investigadores hagan un máster en bioestadística. Una lectura sosegada de un artículo que exponga el tema con claridad4,5 sería suficiente para sacar al médico de este laberinto tortuoso y estéril, mostrándole las limitaciones inherentes a la aplicación de las fórmulas implicadas y capacitando al profesional para saber en qué situaciones procede usarlas y de qué manera.
Esperemos que más pronto que tarde las revistas científicas, las universidades y las sociedades médicas decidan aunar esfuerzos en beneficio de todos. Muchos miles de médicos con actividad investigadora lo agradecerían enormemente.
CONFLICTO DE INTERESESLos autores de la presente Carta al Editor no presentan ningún conflicto de interés que declarar.