Debido a la crisis sanitaria derivada de la pandemia de SARS-CoV-2, se ha creado un área de incertidumbre clínica considerable. Se necesitan más respuestas que las que el conocimiento científico es capaz de generar al ritmo habitual. Actualmente nos encontramos con que hay pocos estudios primarios sobre COVID-19 finalizados, y los datos preliminares que ya se han publicado proporcionan niveles de evidencia bajos. En esta situación de incertidumbre, lo más adecuado es interpretar la evidencia disponible con precaución y evitar una toma de decisiones precipitada que pueda ser más perjudicial que beneficiosa1.
En el ámbito de la cardiología han surgido diversos temas controvertidos como el tratamiento con inhibidores de la enzima de conversión de la angiotensina o antagonistas del receptor de la angiotensina II aplicado a la COVID-192 y hay otro debate abierto sobre el uso de la cloroquina o hidroxicloroquina que, combinados o no con antibióticos como la azitromicina y antivirales, se están utilizando para tratarla.
El auge de estos medicamentos antimaláricos en el abordaje de la COVID-19 tiene su origen en una reunión científica en China, a mediados de febrero de 2020, en la cual se reunieron autores de ensayos clínicos, autoridades gubernamentales y representantes de las agencias reguladoras de ese país. En esa reunión se concluyó que la cloroquina tenía una potente actividad contra la COVID-19 y se recomendó incluirla en la guía de prevención, diagnóstico y tratamiento de la neumonía causada por COVID-19, emitida por la Comisión Nacional de Salud de la República Popular China3.
Otro momento fundamental en la propagación de esta idea fue cuando el 19 de marzo se dio a conocer un estudio no aleatorizado francés apoyando la hipótesis china4. Este estudio fue ampliamente difundido por medios no convencionales como WhatsApp, incluso antes de que apareciera en las bases de datos científicas. Pese a las graves limitaciones metodológicas de dicho estudio, en pocas horas el mensaje había calado e incluso el presidente de Estados Unidos expresó el 21 de marzo en su cuenta de Twitter que «la hidroxicloroquina y la azitromicina, tomadas en combinación, tienen una oportunidad real de ser uno de los mayores puntos de inflexión en la historia de la medicina»5.
Ante este entusiasmo se han revisado los efectos cardiovasculares de estos fármacos, y se ha encontrado que, aunque la incidencia de eventos cardiacos es baja, pueden darse efectos no deseados como hipotensión y taquicardia (principalmente en administración intravenosa), prolongación del QT (mayor en tratamiento concomitante con azitromicina) e interacciones con la amiodarona, la digoxina y los bloqueadores beta. Se están emitiendo recomendaciones clínicas que desaconsejan el uso concomitante de amiodarona, y se ha propuesto monitorizar la digoxina y el intervalo QT de los pacientes que toman hidroxicloroquina con azitromicina6.
No obstante, la producción científica respecto a la COVID-19 está aumentando de una manera vertiginosa e insólita y aparecen nuevas publicaciones con celeridad, por lo que resulta imprescindible que el clínico cuente con herramientas que le aseguren evidencia científica de calidad y, además, actualizada casi al instante. Por eso las denominadas Living Systematic Reviews —en las cuales se realiza una revisión sistemática dejando abierta la ventana de revisión para poder incorporar la nueva evidencia a medida que se publica e incluso llegan a producirse cambios en las recomendaciones derivadas de nuevos datos que hayan podido surgir— resultan extremadamente útiles y pertinentes en el contexto actual.
En este sentido, ya existe un repositorio vivo de la evidencia científica sobre la efectividad de los antimaláricos contra la infección por coronavirus que actualmente incluye 20 revisiones sistemáticas, 4 ensayos clínicos que aportan resultados y 115 registros de ensayos aleatorizados en curso, entre otros muchos elementos, lo cual favorece la toma de decisiones rápida y eficaz, con los mejores y más actuales datos disponibles7.
La pandemia COVID-19 nos ha obligado a modificar la atención sanitaria y también nos ha enseñado que el conocimiento científico debe estar a disposición de los clínicos cuando lo necesitan, lo cual precisa capacidad de respuesta inmediata. De la resolución de este reto depende no solo la eficacia de los tratamientos, sino también su seguridad. Por lo tanto, la evidencia viva se postula como uno de los grandes valores de las prácticas basadas en la evidencia en nuestros tiempos.
CONFLICTO DE INTERESESG. Rada y F. Verdugo-Paiva tienen relación con Epistemonikos y la base de datos para revisiones sistemáticas L·OVE. Todos los autores son miembros del COVID-19 LOVE Working Group.