Sr. Editor:
Quisiéramos comentar brevemente el editorial que con este título firman Anguita y Vallés1, contestación, al menos en parte, a otro de título y espíritu parecidos firmado por los internistas Conthe y Pacho y publicado en la revista oficial de la Sociedad Española de Medicina Interna2.
La respuesta a la pregunta es obvia y similar a la de cualquier otra de la misma naturaleza que se pueda plantear en otros ámbitos de la medicina. Poner un tratamiento y hacer el correspondiente seguimiento de cualquier proceso debe corresponder a quien haya demostrado conocimientos suficientes para ello. Entendemos que entrar en una pugna teórica entre especialidades y especialistas sobre quién debe hacerlo sobre la base de una supuesta mejor preparación no conduce a nada y, en último término, lleva la discusión a un terreno ajeno a la realidad del día a día.
Desde la geriatría cabría también señalar argumentos de sobra para reclamar como propia esta enfermedad, de entrada epidemiológicos. La prevalencia y la incidencia de la insuficiencia cardíaca (IC) se duplican cada década a partir de los 45 años, lo que convierte a la persona mayor en la principal víctima de este síndrome3. También conceptuales: los cambios que acontecen en el corazón durante el proceso del envejecimiento comportan modificaciones coincidentes con las que ocurren en las fases iniciales del fallo cardíaco a cualquier edad y predisponen al fracaso ante estímulos nocivos cada vez menos intensos4,5, y sobre todo operativos. En la persona mayor la IC suele asociarse a otras muchas enfermedades y determina una serie de limitaciones funcionales y de problemas sociales que sitúan al especialista en estas cuestiones, al geriatra, en una posición óptima para manejar a estos pacientes. La IC es una situación extraordinariamente frecuente, compleja y variada entre la población mayor, dentro y fuera del hospital, que alcanza y compromete a muchísimos especialistas. Recientemente se ha definido como "un síndrome clínico complejo que puede resultar de cualquier proceso que altere la capacidad del ventrículo para expulsar sangre"6. Una definición muy genérica que da idea del inmenso cajón de sastre que representa esta entidad. La realidad es que estamos ante una enfermedad en alza7, menos estudiada de lo debido entre la población de más edad8. También que no todos los cardiólogos están interesados en su manejo, ni preparados para ello. Y lo mismo puede decirse de las internistas, de los geriatras o de los médicos de familia. Por eso, intentemos obviar discusiones gremialistas, bastante estériles, y centremos nuestros esfuerzos, como bien apuntan los autores del editorial, en que nuestras diferentes sociedades científicas sigan esforzándose ya lo vienen haciendo en difundir información, facilitar formación y tender puentes de colaboración que permitan al médico, sea cual fuere su titulación, una mejor manejo de esta gran plaga del siglo xxi.