Nos encontramos con Alfonso hace más de 20 o 30 años y, pese al tiempo transcurrido, podemos decir con alegría que no lo conocíamos, porque seguía sorprendiéndonos, divirtiéndonos y, sobre todo, ilusionándonos e ilusionándose con cualquier iniciativa en la que se embarcara. Y el abanico es amplio: clínica, epidemiología, investigación, nuevas tecnologías, comunicación, transferencia, ¡hasta gestión clínica! En todo ello se zambulló con generosidad y éxito; siempre el más ilusionado.
No vamos a relatar los enormes éxitos que tuvo en todos estos campos y otros, porque son bien sabidos. Pero sí nos gustaría en este recuerdo reflexionar acerca de por qué tuvo ese éxito y a qué atribuimos su enorme impacto en la sanidad española y, sobre todo, en las personas con las que trató.
Alfonso era generoso con las limitaciones ajenas y estricto con las propias. No las físicas, por supuesto, aunque en su caso su espondilitis, mitigada por su obstinación y su tenacidad, nunca le impidió embarcarse en actividades diseñadas para otras anatomías; hablamos más bien de las limitaciones mentales de las personas: era un profundo conocedor del alma humana. Sabía detectar limitaciones, simpatizar con ellas y, con la actitud, el gesto y la palabra, suavizarlas y aprovechar al máximo las capacidades de cada cual. Era capaz de empujarte suave y constantemente a hacer tareas para las que no te creías capaz, ¡y que disfrutaras con ello! Creía, en definitiva, más en los demás que los demás en sí mismos. Quizá, por buscar una carencia, la mezquindad, generoso él como era, fue la única limitación humana con que nunca buscó empatía. En un mundo orgulloso de saltar obstáculos, él prefería bordearlos, convencer a todos de la bondad del rodeo y no herir innecesariamente a nadie en el camino. Ejemplo, así, de inteligencia, tanto en lo que se refiere a su capacidad intelectual, que le permitía no solo ser un profundo conocedor de la medicina científica, sino también aprovechar saberes de otras disciplinas para mejorar su comprensión del mundo y ayudar a los demás (le eran muy queridas la historia y la vida de notables), como especialmente en la esfera emocional. Mindfulness, inteligencia emocional, coaching y otros muchos gerundios eran innatos en él. Años después, otros les pusieron nombre.
Con este bagaje le fue fácil convertirse en lo que era: Alfonso era un sanador formidable. Lo habría sido igualmente aunque la cardiología, con la que todos le identificamos, no hubiera tenido un desarrollo científico enorme en los últimos años en el que él fue capaz de hacerse un maestro. Bromeaba con que su objetivo era llegar a sanar por la imposición de manos. Aunque en su modestia no lo aceptara, hace tiempo que lo había conseguido, y no con la imposición de manos, sino con la palabra y la comprensión. Tanto que no era necesario estar enfermo para beneficiarse: proveyó de manera generosa y desinteresada consuelo, alivio y confort a infinidad de personas tanto en asuntos médicos como del día a día, sin hacer distinciones entre las personas por su origen.
Ahora, Alfonso ha muerto. Se lo llevó la enfermedad. No la que pensábamos que se lo iba a llevar; otra más triste pero enfermedad también. Cuando un ser querido desaparece, no hay consuelo inmediato posible. El tiempo, enseñanza esta muy suya, nos permitirá disponer de perspectiva suficiente para valorar la enorme riqueza de su vida para él y para todos los que pudimos disfrutarlo: vivió más de setenta años, aportó mucho más a la sociedad de lo que la mayoría aportaremos, quiso y fue querido y, con Carmen, disfrutó y ayudó a formar a las dos magníficas mujeres que son sus hijas. Y tuvo nietas que le alegraron la vida estos últimos años. Y amigos; muchos. Nosotros hemos tenido la enorme fortuna de poder contarnos entre ellos y gozar con su amistad. En resumen: vivió una vida plena.
El tiempo, como decíamos, permitirá que, con una sonrisa insinuada en los labios, lo recordemos con todo el cariño que se ganó.
Hasta entonces, Alfonso, descansa. Te lo mereces.