La tasa creciente de obesidad es asunto de debate, interés y preocupación por parte de la Administración, de los profesionales sanitarios, de las empresas de sectores diversos (farmacéutica, alimentaria, moda, etc.) y, por ende, de la sociedad.
En el artículo recientemente publicado en Revista Española de Cardiología, los investigadores de la Universidad de Santiago de Compostela muestran la evolución de la prevalencia de obesidad en España y en sus comunidades autónomas entre 1987 y 20201. En las conclusiones, Feijoo et al.1 destacan 4 mensajes. Primero, la prevalencia de obesidad se ha duplicado en España entre 1987 y 2020 (7,3-15,7%), se incrementa con la edad y es más alta en hombres que en mujeres (del 8,0-15,3% frente al 6,8-16,1%), aunque las diferencias por sexo tienden a ir desapareciendo a partir de 2003. Segundo, si se divide el periodo evaluado en 2 partes —desde 1987 hasta 2009 (hasta 2001 para las mujeres) y posterior—, el ascenso durante el segundo periodo no parece, en general, significativo. Tercero, existen diferentes tendencias en función de las comunidades autónomas; muchas marcan el patrón general de estabilidad en el segundo periodo, pero otras muestran trayectorias ascendentes y también descendentes (Feijoo et al.1; figura 1 del material adicional). Finalmente, en el grupo de adultos jóvenes de entre 15-24 años, especialmente en las mujeres, el ascenso ha sido más marcado y su tendencia es ascendente y continua.
El artículo pone el foco en la obesidad como un problema de salud prevalente y relevante para la población española. Si bien las prevalencias comunicadas para el periodo 2009-2020 (15,7-17,0%) son inferiores a las de estudios contemporáneos (del 20 al 23% en los estudios ANIBES2, ENPE3 y ENRICA4, y del 26 al 28% en el estudio Di@bet.es5,6), es innegable que la enfermedad afecta a un porcentaje muy significativo de la población. Estas diferencias observadas son probablemente consecuencia de la estimación basada en datos autorreportados (encuestas1) en lugar de medidas antropométricas directas2–6. Por otra parte, estimaciones de organismos internacionales sobre nuestro país —como las de la Organización Mundial de la Salud (OMS 2022: prevalencia del 23,8% referida a datos de 20167) o las de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE 2019: prevalencia del 54% incluyendo el sobrepeso y la obesidad8)— no hacen más que confirmar que la obesidad es foco de preocupación de la salud global.
Más allá de la fotografía estática de prevalencia y del enfoque metodológico empleado para conseguirla, merecen especial atención 2 datos aportados en este estudio1. El primero es que, pese a que en el último periodo estudiado la prevalencia de obesidad se ha mantenido estable, esta no ha disminuido. No obstante, otras proyecciones anticipan todavía un ascenso en la prevalencia, aunque quizás menos marcado9. El segundo, y quizás el más alarmante, es el incremento observado en el grupo de 15-24 años (desde el 0,9% en 1987 hasta el 5,9% en 2017 y el 3,7% en 2020) y su tendencia alcista en el periodo completo, especialmente en las mujeres (del 0,5 al 3,9%) en comparación con los varones (del 1,2 al 3,6%). Estas observaciones, que son superponibles a las de otros países europeos10, ponen de manifiesto la necesidad acuciante de aplicar nuevas medidas de prevención, pero invitan a reflexionar acerca de cómo se trata la enfermedad y sus comorbilidades para evitar complicaciones futuras. Los adultos jóvenes que ya se encuentran afectados por la enfermedad, en la mayoría de los casos, vivirán décadas con ella. Las consecuencias metabólicas del sobrepeso y la obesidad en edades jóvenes tienen un marcado impacto (en ocasiones, incluso independiente de su posterior resolución) en el riesgo de presentar futuros eventos cardiovasculares a edad prematura y, por tanto, pueden traducirse en una reducción dramática de la esperanza de vida11–13.
En contra de lo que indican estos estudios e incluso la OMS y la OCDE, la obesidad no debe entenderse únicamente como un factor de riesgo más de presentar ciertas enfermedades (diabetes, hipertensión, enfermedad cardiovascular, etc.). La obesidad en sí misma constituye una enfermedad y se define por un exceso de tejido adiposo. Aunque existen diferentes técnicas para estimar de forma directa la grasa corporal, por su complejidad técnica y su elevado coste, se promueve el uso del índice de masa corporal como una aproximación imperfecta, pero de muy fácil aplicación. En ausencia de tratamiento, la evolución de esta enfermedad impacta de forma negativa en la calidad y la esperanza de vida de las personas afectadas y, además, tiene graves consecuencias económicas para el conjunto de la sociedad14. La enfermedad se manifiesta en personas expuestas a un entorno opuesto al de mayor carencia de alimentos y más exigencias físicas, que hace evolucionar sus mecanismos biológicos y genéticos15. En el entorno actual este avance adaptativo favorece la acumulación de grasa y la resistencia tenaz a su pérdida. El estilo y las condiciones de vida más estresantes, el sedentarismo16, la pérdida de los patrones dietéticos tradicionales17, el coste económico relacionado con una alimentación de calidad (basada en alimentos frescos y patrones dietéticos saludables) y el acceso ilimitado a alimentos y bebidas muy energéticas (azúcares, grasas saturadas, precocinados, etc.), más adictivas y a un menor coste, son causas ya identificadas y bien conocidas que contribuyen al desarrollo de la enfermedad. Estos condicionantes favorecen que las personas con un nivel socioeconómico y cultural más bajo sean las más vulnerables a padecer la enfermedad y además son quienes presentan mayor número de complicaciones. Todos estos factores, además de los genéticos y de las diferencias demográficas (ruralidad, pirámide de edad, etc.), contribuyen a establecer diferencias entre poblaciones y en gran medida son responsables de las diferencias entre las comunidades autónomas observadas en el estudio de Feijoo et al.1. Regiones como Andalucía, Extremadura, Canarias y el Levante han ocupado tradicionalmente en España los primeros puestos en prevalencia de obesidad, pero estos datos evolutivos muestran que otras regiones con menor prevalencia previa (como Murcia, Castilla y León, Asturias o Galicia) tienen una tendencia ascendente.
Para las personas que viven con obesidad, el enfoque clínico y terapéutico tradicional —basado en una intervención intensiva sobre el estilo de vida— ha demostrado ser, incluso en las mejores condiciones posibles, una medida poco eficiente a medio plazo, aunque no por ello carente de sentido ni de beneficio clínico18. Cuando la enfermedad y sus complicaciones llevan décadas presentes en un adulto, es imprescindible establecer estrategias que además combinen el uso de fármacos. Las nuevas opciones farmacológicas indicadas para perder peso19 han mostrado ser potentes, seguras y eficaces en el mantenimiento del peso perdido. Ofrecen a estas personas un abanico de beneficios como la mejora, la remisión o la prevención de ciertas enfermedades (diabetes, enfermedad hepática metabólica, apnea obstructiva de sueño, etc.); la mejora de la calidad de vida, y la reducción de eventos cardiovasculares20. Como en otras áreas de la medicina, siempre será importante priorizar su uso en los grupos o individuos en los que esperamos observar un mayor beneficio de la pérdida de peso. Actualmente, los profesionales sanitarios no disponen de estas herramientas para ayudar a estas personas (o solo son accesibles para quienes poseen un mayor nivel socioeconómico).
Si es imperativo comenzar a tratar a las personas que viven con obesidad, más importante todavía es la prevención decidida de la enfermedad. Más allá de la aplicación de estrategias basadas en la educación sanitaria de la población, también son necesarias estrategias de salud pública que favorezcan y, en algunos casos, permitan el mantenimiento de unos hábitos dietéticos y de estilo de vida saludable. Aunque la aplicación de tasas a las bebidas azucaradas, el adecuado etiquetado en los productos de los supermercados y la obligación de etiquetar el contenido nutricional de las comidas servidas en restaurantes han demostrado su utilidad como medidas de contención21,22, la evidencia apunta a la necesidad de intervenciones más ambiciosas, con un enfoque más amplio y que incorporen una perspectiva social, ambiental, económica y basada en políticas reguladoras claramente definidas23.
Finalmente, quizá lo más importante del «rey desnudo» expuesto por Feijoo et al.1 es la invitación a la lectura pausada y la reflexión crítica, pero sobre todo, a pasar a la acción sin más demora.
FINANCIACIÓNEl presente comentario editorial no ha contado con financiación.
CONFLICTO DE INTERESESLos autores declaran no tener conflictos de intereses.